CIENTÍFICOS ARGENTINOS
DISTINGUIDOS
CON EL PREMIO NOBEL EN CIENCIA
La República Argentina ha sido distinguida con cinco Premios Nobel,
tres de ellos vinculados con la Ciencia que fueron otorgados a Bernardo Houssay, Luis
Federico Leloir y César Milstein y dos relacionados con la Paz otorgados a Carlos
Saavedra Lamas e Ignacio Pérez Esquivel.
César Milstein
Cesar
Milstein nació en Bahía Blanca (Buenos Aires), el 8 de octubre de 1927,
donde permaneció hasta 1945, cuando se trasladó a la Capital Federal para
estudiar en la Universidad de Buenos Aires y cuatro años más tarde, en
1956, recibir su doctorado en Química y un premio especial por parte de la
Sociedad Bioquímica Argentina.
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En
1957 se presentó y fue seleccionado por concurso para desempeñarse como
investigador en el Instituto Nacional de Microbiología Carlos Malbrán, que
atravesaba por entonces una época de esplendor de la mano de su director,
Ignacio Pirosky. Al poco tiempo de haber ingresado a dicho Instituto,
Milstein partió rumbo a Cambridge, Inglaterra, beneficiado por una beca. El
lugar elegido era nada menos que el Medical Center Research, uno de los
centros científicos mundialmente reconocidos por su excelencia, y donde
trabajaba Frederick Sanger - Premio Nobel de física catorce años más
tarde-, que fue su director de investigaciones. Una vez concluida la beca,
las autoridades de aquel centro de investigaciones solicitaron a Buenos
Aires una prórroga por dos años más, que fue aceptada de inmediato por
las autoridades del Malbrán.
Al
volver a la Argentina, en 1961, Milstein fue nombrado jefe del recientemente
creado Departamento de Biología Molecular del Instituto Malbrán. En el
desempeño de este cargo, además de dedicarse al trabajo propiamente científico,
quiso servir al mantenimiento físico del propio Instituto Malbrán,
fabricando él mismo parte del mobiliario que se necesitaba para llevar a
cabo las distintas prácticas, o reciclando muebles viejos y ya inservibles;
obviamente, las dificultades presupuestarias se relacionaban en forma
directa con este hecho.
Tras
el golpe militar de 1962, el instituto Malbrán fue intervenido y el trabajo
de Milstein, perjudicado: diversos inconvenientes político-institucionales,
que incluyeron numerosas cesantías, perturbaron a su equipo en la etapa
crucial de un programa de estudios muy avanzados para el contexto de
entonces, incluso a nivel mundial. Milstein era uno de los que no había
sido directamente damnificado, aunque ya estaba cansado de las gestiones y
las estratagemas, de las intrigas y de los comentarios a hurtadillas: todo
esto le sacaba la energía que deseaba dedicar a sus actividades científicas.
Y así, Milstein y su esposa hicieron las valijas y partieron, otra vez,
rumbo a Gran Bretaña. En 1964 estaba nuevamente en el Medical Research
Council de Cambridge, y fue durante ese mismo año que consiguió los
primeros resultados que dos décadas más tarde lo harían merecedor del
Premio Nobel de Medicina.
Hacia
fines del siglo XIX, se logró establecer que los principales causantes de
las enfermedades son microorganismos (virus y bacterias). Poco después se
lograron identificar una serie de elementos minúsculos que viajaban por el
torrente sanguíneo persiguiendo a las bacterias, a los virus -ambos agentes
infecciosos provenientes del ambiente exterior-, e incluso a pequeñas
porciones celulares pertenecientes al propio organismo. Esta resistencia
natural que todos los seres humanos llevan consigo sería muchos años más
tarde rebautizada con el nombre de respuesta inmunitaria del organismo.
Los
principales protagonistas de la lucha son, por el lado del organismo humano,
las células macrófagas, los comúnmente conocidos como anticuerpos,
denominadas "T helper" o cooperadoras, y las "T killer"
o asesinas. Estas clases de conformaciones celulares deberán vérselas con
el antígeno (el agente extraño que se introduce en el cuerpo y desata la
respuesta inmune). No siempre el sistema inmune triunfa, y hay veces en que
los microorganismos se salen con la suya, burlando al sistema inmunológico
y ocasionándole al individuo una serie de trastornos orgánicos que pueden
llevarlo a la muerte.
Al
cabo de siglos, los microorganismos han demostrado ser buenos conocedores de
las grietas que ofrece este sistema defensivo, y lo suficientemente sagaces
como para desaprovecharlas.
Las
células T llamadas T helper o cooperadoras, se encargan de reconocer y
codificar las propiedades del invasor y luego dejan el campo a otro tipo de
células, las "T killer" (asesinas), que serán las encargadas de
destruir al virus o bacteria. Esta operación se repite cuantas veces sea
necesario, hasta vencer al último de los microorganismos.
Una
vez destruido el antígeno, o agente invasor, la información
correspondiente queda archivada en el sistema inmunológico, de modo que el
organismo quede bien pertrechado para una posible segunda incursión. Las
especialistas en este trabajo son las llamadas "T memoria", otra
variedad que se encarga de acumular, procesar y clasificar información de
modo que el organismo pueda responder de inmediato a un nuevo ataque sin
necesidad de tener que atravesar todas y cada una de las etapas del proceso
anterior.
Aunque
estos procesos se producen todos los días, a toda hora y en cualquier lugar
sin que nadie tome debida nota, en más de una ocasión provocan malestares
de índole variada, dolores, debilidad repentina, e incluso pueden dejar de
por vida huellas visibles sobre la propia conformación de la piel. Esto es,
ni más ni menos, lo que ocurre cuando las personas enferman.
El
período que corresponde al desarrollo de las hostilidades entre el antígeno
invasor y el sistema inmune, coincide con el tiempo que transcurre desde el
momento en que se incuba la enfermedad, hasta que ésta se rinde ante las
defensas inmunológicas. Cuando la primacía entre los bandos no está bien
definida, es el momento en que las vacunas y los antibióticos empiezan a
jugar un rol decisivo dentro del organismo.
En
la mayoría de los casos, la función que cumplen las vacunas es la de
incentivar al sistema inmunológico para que fabrique con un margen de
tiempo razonable los anticuerpos necesarios para posibilitar que las
posibles invasiones sean detenidas en la frontera que separa el cuerpo
humano del mundo externo.
A
pesar de que el mecanismo de respuesta inmunitaria no ha sido totalmente
aclarado por la ciencia, en 1940 Pauling sugirió una teoría según la cual
el organismo poseería una proteína capaz de amoldarse a cualquier agente
invasor. Si esta suposición es correcta, los anticuerpos específicos que
naturalmente fabrica el cuerpo humano serían algo así como trajes
especialmente diseñados para determinadas ocasiones, aunque sin una medida
uniforme, cuyos talles, sizas y anchos de manga habrán de confeccionarse en
el momento de la acción. Como las poblaciones de células defensoras están
integradas por una clase variada de anticuerpos que se hallan naturalmente
capacitadas para atacar distintos puntos del antígeno invasor, han sido
denominados policlonales.
El
sistema tiene sus bemoles, tal como sucede habitualmente con cualquier
sistema, y particularmente con los sistemas defensivos. Su flanco débil está
dado precisamente por su gran capacidad de adaptación: esto constituye una
limitación para el sistema inmunológico, puesto que por esa misma razón
carecen de la afinidad necesaria como para enfrentarse con los agentes
invasores de una forma contundente. En determinados casos, la falta de
especificidad de los anticuerpos policlonales es comparable a la supuesta
virtud de aquellos jugadores de fútbol que tienen la capacidad de amoldarse
a cualquier puesto, pero que en realidad terminan por no jugar del todo bien
en ninguno. Claro que esto sólo queda evidenciado cuando el rival que
tienen enfrente resulta superior.
Hace
varias décadas que la ciencia aplicada viene intentando con diferente
fortuna fabricar líneas de anticuerpos puros en forma artificial, es decir,
inmunosueros capaces de detectar y enfrentarse a una parte específica del
antígeno con la esperanza de poder vencerlo. Para Milstein, esta
posibilidad se fue convirtiendo de a poco en una obsesión que llevó
consigo durante años, hasta que finalmente pudo convertirla en hipótesis,
primero, y en un logro concreto, después, en los laboratorios de Cambridge
y en colaboración con su colega George Köehler.
Milstein
y Köhler debieron ingeniárselas entre 1973 y 1975 para lograr configurar
los llamados anticuerpos monoclonales, de una pureza máxima, y por lo tanto
mayor eficacia en cuanto a la detección y posible curación de
enfermedades.
El
gran hallazgo que le valió a Milstein el Premio Nobel produjo una revolución
en el proceso de reconocimiento y lectura de las células y de moléculas
extrañas al sistema inmunológico. Los anticuerpos monoclonales pueden
dirigirse contra un blanco específico y tienen por lo tanto una enorme
diversidad de aplicaciones en diagnósticos, tratamientos oncológicos, en
la producción de vacunas y en campos de la industria y la biotecnología.
En
cuanto a sus posibilidades de diagnosis para la realización de trasplantes,
el uso de los monoclonales permitiría establecer el grado de afinidad entre
los órganos y el organismo receptor, de tal modo de diagnosticar de
antemano si el órgano trasplantado sufrirá o no rechazo.
En
1983, Cesar Milstein se convirtió en Jefe y Director de la División de Química
de Proteínas y Ácidos Nucleicos de la Universidad de Cambridge.
Para
entonces, Inglaterra lo había adoptado como ciudadano y científico, por lo
que iba a compartir con la Argentina el honor del Premio Nobel que Milstein
obtuvo en 1984 - compartido con Köhler- , por el desarrollo de los
anticuerpos monoclonales.
En
la actualidad, Cesar Milstein continúa trabajando en el Laboratorio de
Biología Molecular de Cambridge, aunque con visita la Argentina con
bastante frecuencia. En 1987 fue declarado ciudadano ilustre de la Ciudad de
Bahía Blanca y recibió el título de Doctor Honoris Causa de la
Universidad Nacional del Sur.
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